A la provocación.
A los hijos se les exhorta a obedecer a sus padres en el Señor, pero a los padres también se les ordena: "No provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina" (Manuscrito 38, 1895).
A veces hacemos más para provocar que para ganar. He visto a una madre arrebatar de la mano de su hijo algo que le ocasionaba placer especial. El niño no veía la razón de ello, y naturalmente se sintió maltratado. Luego siguió un altercado entre ambos, y un vivo castigo puso fin a la escena, por lo menos aparentemente; pero esta batalla dejó en la mente tierna una impresión que no se iba a borrar fácilmente. Esa madre actuó imprudentemente. No razonó de causa a efecto. Su acción dura, poco juiciosa, despertó las peores pasiones en el corazón de su hijo, y en toda ocasión similar esas mismas pasiones se iban a despertar y fortalecer (Consejos para los Maestros, pág. 90).
A la crítica.
No tenéis derecho de ensombrecer la felicidad de vuestros hijos mediante la crítica o una severa censura por faltas insignificantes. Los verdaderos errores debieran ser presentados tan pecaminosos como realmente son, y debiera seguirse una conducta firme y decidida para evitar que reaparezcan. Sin embargo, no se debe dejar a los hijos en un estado falto de esperanza, sino con cierto grado de ánimo para que puedan mejorar y ganar vuestra confianza y aprobación. Los hijos quizá deseen hacer lo correcto, quizá se propongan en su corazón ser obedientes, pero necesitan ayuda y ánimo (Signs of the Times, 10-4-1884).
A la disciplina demasiado áspera.
¡Oh, cómo se deshonra a Dios en una familia donde no hay verdadera comprensión de lo que constituye la disciplina familiar y los hijos están confundidos en cuanto a lo que es disciplina y gobierno! Es cierto que la disciplina demasiado áspera, la crítica exagerada, las leyes y reglamentos no requeridos, conducen al menosprecio de la autoridad y finalmente a la desobediencia de aquellas reglas que Cristo quisiera que se cumplieran
(Review and Herald, 13-3-1894).
(Review and Herald, 13-3-1894).
Cuando los padres muestran un espíritu áspero, severo y dominante, se despierta en los hijos un espíritu de obstinación y terquedad. Así los padres no ejercen la influencia suavizadora que podrían tener sobre sus hijos.
Padres, ¿no podéis ver que las palabras ásperas provocan resistencia? ¿Qué haríais si se os tratara con tanta desconsideración como tratáis a vuestros pequeños? Es vuestro deber estudiar de causa a efecto. Cuando regañasteis a vuestros niños, cuando con golpes de enojo heristeis a los que eran demasiado pequeños para defenderse, ¿os preguntasteis qué efecto tendría ese trato sobre vosotros? ¿Habéis pensado cuán sensibles sois a las palabras de censura o de condenación? ¿Cuán rápidamente os sentís heridos si pensáis que alguien deja de reconocer vuestras habilidades? No sois sino niños crecidos. Pensad pues cómo deben sentirse vuestros hijos cuando les dirigís palabras ásperas y cortantes, cuando los castigáis severamente por faltas que no son ni la mitad de ofensivas a la vista de Dios como es el trato que les dais (Manuscrito 42, 1903).
Muchos padres que profesan ser cristianos no están convertidos. ¡Cristo no habita en su corazón por fe! Su aspereza, su imprudencia, su carácter indómito, disgustan a sus hijos y hacen que aborrezcan toda su instrucción religiosa (Carta 18 b, 1891).
A la censura continua.
En los esfuerzos que hacemos por corregir el mal, deberíamos guardarnos contra la tendencia a la crítica o la censura. La censura continua aturde, pero no reforma. Para muchas mentes, y con frecuencia para las dotadas de más fina sensibilidad, una atmósfera de crítica hostil es fatal para el esfuerzo. Las flores no se abren bajo el soplo del ventarrón.
El niño a quien se censura frecuentemente por alguna falta especial, llega a considerar esa falta como una peculiaridad suya, algo contra lo cual es en vano luchar. Así se da origen al desaliento y la desesperación que a menudo están ocultos bajo un aspecto de indiferencia o baladronada (La Educación, pág. 283).
A las órdenes y la reprensión.
Algunos padres suscitan muchas tormentas por su falta de dominio propio. En vez de pedir bondadosamente a los niños que hagan esto o aquello, les dan órdenes en tono de reprensión, y al mismo tiempo tienen en los labios censuras o reproches que los niños no merecieron. Padres, esta conducta para con vuestros hijos destruye su alegría y ambición. Ellos cumplen vuestras órdenes, no por amor, sino porque no se atreven a obrar de otro modo. No ponen su corazón en el asunto. Les resulta un trabajo penoso en vez de un placer; y a menudo por esto mismo se olvidan de seguir todas vuestras indicaciones, lo cual acrece vuestra irritación y empeora la situación de los niños. Las censuras se repiten; se les pinta con vivos colores su mala conducta, hasta que el desaliento se posesiona de ellos, y no les interesa agradaros. Se apodera de ellos un espíritu que los impulsa a decir: "A mí qué me importa", y van a buscar fuera del hogar, lejos de sus padres, el placer y deleite que no encuentran en casa. Frecuentan las compañías de la calle, y pronto se corrompen tanto como los peores
(Joyas de los Testimonios, tomo 1, págs. 133, 134).
(Joyas de los Testimonios, tomo 1, págs. 133, 134).
A una conducta arbitraria.
La voluntad de los padres debe colocarse bajo la disciplina de Cristo. Modelados y regidos por el puro Espíritu Santo de Dios, pueden ejercer dominio incuestionable sobre los hijos. Pero si los padres son severos y demandan demasiado en su disciplina, hacen una obra que ellos mismos no pueden nunca deshacer. Debido a esa conducta arbitraria, despiertan un sentimiento de injusticia (Manuscrito 7, 1899).
A la injusticia.
Los niños son sensibles a la mejor injusticia, y algunos se desaniman con ella y nunca harán más caso a la voz alta y enojada en que se dan las órdenes, ni harán caso de amenazas de castigos. Con demasiada frecuencia se provoca la rebelión en el corazón de los niños debido a una disciplina equivocada de los padres, cuando, si se hubiera seguido la conducta debida, los niños hubieran formado caracteres buenos y armoniosos. Una madre que no tiene un perfecto dominio de sí misma, no está capacitada para manejar niños (Testimonies, tomo 3, págs. 532, 533).
A una sacudida o a un golpe.
Cuando la madre da a su niño una sacudida o un golpe, ¿creéis que esto lo capacita para ver la belleza del carácter cristiano? No ciertamente; tan sólo tiende a crear malos sentimientos en el corazón y el niño no es corregido en nada
(Manuscrito 45, 1911).
(Manuscrito 45, 1911).
A las palabras ásperas y faltas de simpatía.
Cristo está listo para educar al padre y a la madre a fin de que sean verdaderos educadores. Los que estudian en su escuela . . . nunca hablarán en tonos ásperos y faltos de simpatía; pues las palabras así pronunciadas irritan los oídos, desgastan los nervios, causan sufrimiento mental y crean un estado de mente que hace imposible dominar el carácter del niño al cual se hablan esas palabras. Con frecuencia, ésta es la razón por la cual los niños hablan irrespetuosamente a sus padres (Carta 47 a, 1902).
Al ridículo y a la mofa.
Ellos [los padres] no están autorizados para impacientarse, regañar y ridiculizar. Nunca debieran mofarse de sus hijos que tienen rasgos perversos de carácter, que ellos mismos les han transmitido. Este tipo de disciplina nunca curará el mal. Padres, emplead los preceptos de la Palabra de Dios para amonestar y reprobar a vuestros hijos extraviados. Mostradles un "así dice Jehová" para vuestras órdenes. Un reproche que emana de la Palabra de Dios es mucho más efectivo que el que es presentado con tonos ásperos y enojados por los labios de los padres (Fundaments of Christian Education, págs. 67, 68).
A la impaciencia.
La impaciencia de los padres excita la de los hijos. La ira manifestada por los padres, crea ira en los hijos, y despierta lo malo de su naturaleza. . . . Cada vez que pierden el dominio propio, y hablan y obran con impaciencia, pecan contra Dios
(Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 148).
(Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 148).
A las reprimendas alternadas con ruego.
He visto con frecuencia a niños a quienes se les negó algo que querían, arrojarse al suelo enojados, dando puntapiés y gritando, mientras que la madre poco juiciosa alternativamente suplicaba y regañaba con la esperanza de restaurar el buen humor en su hijo. Este proceder tan sólo fomenta las pasiones del niño. La próxima vez procederá de la misma manera con terquedad aumentada, confiando en ganar la victoria como antes. Así se escatima la vara y se echa a perder al hijo.
La madre no debiera permitir que su niño ganara terreno sobre ella ni una sola vez. Y, a fin de mantener esta autoridad, no es necesario recurrir a medidas ásperas. Una mano firme y constante y la bondad que convence al niño de vuestro amor realizarán el propósito (Pacific Health Journal, abril de 1890).
A la falta de firmeza y decisión.
Gran daño se hace por la falta de firmeza y decisión. He conocido algunos padres que decían: No te voy a dar esto o aquello, y después cedían pensando que habían sido demasiado estrictos, y daban al niño justamente lo que al principio le rehusaron. Así se provoca una herida que dura toda la vida. Es una importante ley de la mente, que no debiera ser pasada por alto, que cuando un objeto deseado es muy firmemente negado como para quitar toda esperanza, la mente pronto dejará de anhelarlo, y se ocupará de otras cosas. Pero mientras haya alguna esperanza de obtener el objeto deseado, se hará un esfuerzo para lograrlo. . . .
Cuando es necesario que los padres den una orden directa, el castigo de la desobediencia debiera ser tan inevitable como son las leyes de la naturaleza. Los niños que están bajo esta regla firme y decisiva, saben que cuando se prohibe o se niega una cosa, ninguna majadería ni ninguna artimaña conseguirán su objeto. Así aprenden pronto a someterse y están mucho más felices al hacerlo. Los hijos de padres indecisos y demasiado indulgentes tienen la constante esperanza de que los ruegos, el llanto o el mal humor pueden lograr su objeto, o que pueden atreverse a desobedecer sin sufrir el castigo. Así se los mantiene en un estado de deseo, esperanza e incertidumbre que los vuelve inquietos, irritables e insubordinados. Dios considera que estos padres son culpables de destruir la felicidad de sus hijos. Este mal proceder es la clave de la impenitencia e irreligión de miles. Ha sido la ruina de muchos que han profesado el nombre de cristianos (Sings of the Times 9-2-1882).
A las restricciones innecesarias.
Cuando los padres envejecen y tienen hijos menores que criar, es probable que el padre crea que los hijos deben seguir en la áspera y rugosa senda en que él está yendo. Le es difícil comprender que sus hijos necesitan que la vida les sea hecha agradable y feliz por sus padres.
Muchos padres niegan a sus hijos complacerlos en algo que es seguro o inocente, y temen tanto fomentar en ellos el cultivo del deseo de cosas indebidas, que ni siquiera permiten que sus hijos disfruten de aquello que es propio de los niños. Por el temor de malos resultados, rehúsan permitirles algunos placeres sencillos que hubieran evitado justamente el mal que procuraban eludir; y así los niños piensan que no vale la pena esperar favor alguno y, por lo tanto, no lo piden. Se inclinan a los placeres que piensan que son prohibidos. Así se destruye la confianza entre los padres y los hijos (Id., 27-8-1912).
A la negativa de concesiones razonables.
Si los padres y madres no han pasado por una niñez feliz, ¿por qué debieran ensombrecer la vida de sus hijos debido a la gran pérdida que ellos experimentaron? Quizá el padre piense que ésta es la única conducta que es seguro seguir; pero recuerde que no todas las mentes son iguales, y que mientras mayores sean los esfuerzos para restringir, más decidido será el deseo de obtener lo que se niega, y el resultado será la desobediencia a la autoridad paternal. El padre quedará adolorido por lo que considera que es un proceder extraviado de su hijo, y su corazón sufrirá por esa rebelión. Pero, ¿no sería correcto que considerara que la causa principal de la desobediencia de su hijo fue su propia mala disposición para concederle lo que no era pecaminoso? El padre piensa que es suficiente razón su negativa para que su hijo se abstenga de su deseo. Pero los padres debieran recordar que sus hijos son seres inteligentes y que deberían tratarlos como ellos mismos quisieran ser tratados (Ibid.).
A la severidad.
Los padres que manifiestan un espíritu dominante y autoritario, que les fue transmitido por sus propios padres, que los induce a ser exigentes en su disciplina e instrucción, no educarán debidamente a sus hijos. Por la severidad con que tratan sus errores, despiertan las peores pasiones en el corazón humano y dejan a sus hijos con un sentimiento de injusticia y equivocación. Encuentran en sus hijos justamente la disposición de carácter que ellos mismos les habían impartido.
Tales padres alejan a sus hijos de Dios al hablarles de temas religiosos; pues la religión cristiana no resulta atrayente y aun es repulsiva por esa falsa representación de la verdad. Los hijos dirán: "Si ésta es la religión, yo no la quiero". Así con frecuencia se crea una enemistad en el corazón contra la religión; y debido a un uso indebido de la autoridad, los niños son inducidos a despreciar la ley y el gobierno del cielo. Los padres han determinado el destino eterno de sus hijos por su conducta equivocada (Review and Herald, 13-3-1894).
Al proceder tranquilo y bondadoso.
Si los padres desean que sus hijos sean amables, nunca deben increparlos. Con frecuencia, la madre se manifiesta irritable y nerviosa. Con frecuencia sacude a su hijo y le habla ásperamente. Si un niño es tratado en forma tranquila y bondadosa, eso tendrá mucho éxito para preservar en él un carácter amable
(Id., 17-5-1898).
(Id., 17-5-1898).
A la súplica amante.
El padre, como sacerdote del hogar, debiera tratar suave y pacientemente a sus hijos. Debiera ser cuidadoso de no despertar en ellos un carácter combativo. No debiera permitir que la transgresión siga sin ser corregida, y sin embargo hay una forma de corregir sin despertar las peores pasiones del corazón humano. Hable con amor a sus hijos, diciéndoles cuánto agraviaron al Salvador con su conducta; y después arrodíllese con ellos delante del propiciatorio y preséntelos a Cristo, orando para que él tenga compasión de ellos y los guíe al arrepentimiento y a la petición de perdón. Una disciplina tal casi siempre quebrantará el corazón más obstinado.
Dios desea que tratemos a nuestros hijos con sencillez. Estamos expuestos a olvidar que los niños no han tenido la ventaja de los largos años de educación que los adultos han tenido. Si los pequeños no proceden de acuerdo con nuestras ideas en todo, a veces pensamos que merecen una reprimenda. Pero esto no arreglará las cosas. Elevadlos al Salvador y contadle todo a él; creed luego que su bendición descansará sobre ellos (Manuscrito 70, 1903).
La Conducción del Niño de E.G. de White
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